Capítulo 3: El reflejo roto
Carmen Navarro detective - Juego Mortal
El tercer cadáver apareció a plena luz del día.
Una osadía, una declaración de guerra.
Carmen llegó antes que Ortiz esta vez. No recordaba haber dormido en las últimas cuarenta y ocho horas. No recordaba haber comido, ni haberse cambiado de ropa.
La ciudad parecía distinta bajo el sol: igual de sucia, igual de indiferente.
El cuerpo estaba tendido en mitad de una plazoleta olvidada, entre bloques de pisos grises y columpios oxidados.
Una mujer, esta vez.
Treinta y tantos. Pelo castaño recogido en una coleta deshecha. Ropa corriente, zapatillas baratas.
Y en su pecho, grabado de nuevo con precisión cruel, el mismo símbolo deformado.
Pero había algo más.
Una foto, pegada al pecho con cinta adhesiva.
Carmen se agachó. El corazón le golpeaba con fuerza desacompasada.
La foto era antigua, gastada. Mostraba a un grupo de adolescentes borrachos, abrazados frente a la casa abandonada. Risas congeladas en el tiempo.
Carmen estaba allí.
Y la mujer muerta también.
No podía ser coincidencia.
La conocía.
Aunque apenas la recordara.
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—¿Quién es? —preguntó Ortiz, su voz baja, casi respetuosa.
Carmen tardó unos segundos en responder.
—Se llamaba Laura Mena. Éramos… compañeras de instituto. —La palabra “amigas” no salió de sus labios.
Ortiz la miró de reojo.
—¿Crees que te está enviando un mensaje?
Carmen soltó una carcajada breve y amarga.
—No, Ortiz. No creo. Lo sé.
Guardó silencio unos segundos, dejando que el dolor se asentara.
—No es solo un asesino en serie. No mata al azar. Está desenterrando algo.
—¿Algo que hiciste?
Carmen no respondió.
No hacía falta.
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La noche de la casa abandonada había sido una estupidez de adolescentes aburridos.
Un desafío: entrar en la vieja mansión y pasar una hora dentro. A oscuras. Sin móviles, sin linternas.
Un rito de iniciación, dijeron.
Un juego.
Pero aquella noche, entre las sombras, no solo estaban ellos.
Alguien más los había seguido. Un chico raro, de otro barrio. Un paria al que habían invitado por lástima… o para burlarse de él.
Carmen lo recordaba ahora: su risa nerviosa, sus ojos grandes y asustados.
Recordaba cómo lo habían empujado, cómo lo habían encerrado en el sótano, cómo habían reído mientras él golpeaba la puerta, suplicando que lo dejaran salir.
Un juego.
Solo un juego.
Hasta que dejó de serlo.
Cuando volvieron horas después, el chico ya no estaba. Se había escapado, o eso quisieron creer.
Nadie volvió a hablar de aquello.
Hasta ahora.
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Ortiz la encontró sentada en los escalones de la comisaría, encendiendo un cigarrillo con manos temblorosas.
—¿Quién es él? —preguntó, sin rodeos.
Carmen soltó el humo lentamente, como si pudiera exhalar también el miedo.
—Se llama Iván Cortés —dijo—. O se llamaba. No lo sé.
Ortiz parpadeó.
—¿El chico del sótano?
Carmen asintió.
—Nunca lo denunciamos. Nunca le preguntamos si estaba bien. Solo… lo olvidamos.
Ortiz se sentó a su lado.
—Y ahora ha vuelto.
Carmen sonrió, amarga.
—¿Ves, Ortiz? A veces, los fantasmas no se quedan donde los dejamos.
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La siguiente carta llegó a su buzón personal.
Sin sellos, sin marcas.
Dentro, una hoja de papel arrugada.
”¿Te acuerdas de mí ahora, Carmen?
Yo nunca te olvidé.”
Las palabras parecían arañadas más que escritas.
Carmen apretó el papel con tanta fuerza que se le clavó en las palmas de las manos.
No era solo venganza.
Era una invitación.
Una última partida.
Y ella no podía negarse.
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Esa noche, frente al espejo de su baño, Carmen apenas reconoció su propio reflejo.
Ojeras profundas, piel cetrina, ojos encendidos de una ira vieja, de un miedo que no quería admitir.
Se inclinó sobre el lavabo, dejó que el agua fría le calara la cara.
Pensó en Laura Mena. En el chico del sótano. En todo lo que habían hecho, en todo lo que no hicieron.
En quién era ella ahora.
En quién había sido entonces.
Se odió un poco más.
Pero también sonrió.
Porque ahora sabía quién era el enemigo.
Y no pensaba esconderse.
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El plan era sencillo: atraparlo en su propio juego.
Carmen sabía que Iván no mataría al azar. No ahora. Iba siguiendo un orden. Las piezas de aquella noche, una por una.
Ella sería la última.
El final perfecto.
Así que decidió adelantarse.
Convocar al monstruo.
Darle lo que quería.
Una oportunidad de terminarlo todo.
Solo que, esta vez, Carmen no iba a ser la misma chica asustada que cerró la puerta del sótano.
Esta vez, no.
Continuará ….