Hacía exactamente doce años que ella se había ido.
Charles se había refugiado en sus clases de literatura inglesa, en los pasillos tranquilos de la universidad, en el orden minucioso de las bibliotecas. Con el tiempo, conoció a Helen, una médica internista con una calma serena que sanaba más que cualquier palabra. Se casaron. Tuvieron una hija, Susan. La vida, esa palabra a veces esquiva, por fin parecía suya.
Helen acababa de ser nombrada directora médica del St. Mary’s Hospital. Susan tenía ocho años y llenaba la casa de dibujos, preguntas y canciones inventadas. Charles, además de su cátedra, acababa de publicar su primera novela con inesperado éxito. Tenían una casa blanca a las afueras de Londres, con árboles que en primavera olían a infancia.
Hasta que un jueves por la mañana, Charles creyó verla.
Fue una visión fugaz, entre los jardines del campus. Una figura femenina, el pelo recogido con descuido, un abrigo largo. Cuando volvió a mirar, ya no estaba.
Se dijo que no podía ser.
Pero al llegar a su despacho, sobre la mesa, había un sobre sin remitente. Dentro, una nota breve, rotunda:
“Quiero verte. No puedes negarte.”
La caligrafía era inconfundible.
Sara.
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Durante cuatro años, Charles y Sara se habían amado como quien se arroja al fuego para ver si arde distinto.
Ella lo arrastró a un mundo sin rutinas, sin familia, sin orden. Una pasión brutal, salvaje, adictiva. Cuando todo terminó, Charles tardó años en volver a sí mismo. Por eso, al ver esa nota, no fue nostalgia lo que sintió. Fue miedo.
Guardó la nota. No respondió. Pero otra carta llegó una semana después:
“Este sábado. El café de siempre. A las 12. Solo quiero verte. No temas.”
Y Charles fue.
Sara estaba allí, igual y distinta, con una bufanda gris y una mirada que no se había movido ni un milímetro del pasado.
—Hola, Charles —dijo.
—Sara —respondió él.
—Sabía que vendrías.
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Durante semanas, la vida siguió su curso. Pero algo había cambiado.
Pequeños descuidos, gestos torpes, distracciones nuevas. Helen lo notó. Susan también. Charles empezó a verla de nuevo. En una clase. En un pasillo. En una esquina.
Un día, llegó un libro antiguo de Las olas, de Virginia Woolf. Dentro, una flor seca y una nota:
“Siempre fuiste tú. S.”
Helen la encontró en su maletín. No dijo nada. Hasta el día siguiente.
—¿Quién te ha escrito esto?
—Sara.
Helen se apoyó en la encimera. No gritó.
—¿Por qué ha vuelto?
—No lo sé.
—¿Y tú qué quieres?
Charles no respondió.
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Unas semanas después, Helen recibió flores en casa con una nota:
“Gracias por cuidar de lo que fue mío.”
Y después, en el hospital, atendió a una nueva paciente:
—Nombre.
—Sara Morton —dijo ella, sin pestañear.
La consulta fue breve. Sara no buscaba ayuda. Buscaba escenario.
—Tu marido me amó. Durante años. ¿No te lo ha contado?
Esa noche, Helen no volvió a casa. Se llevó a Susan con ella.
Charles encontró una nota en el salón:
“O ella, o nosotras.”
Y al lado, sobre la mesa, una vela encendida. Y una fotografía.
Susan saliendo del colegio.
Con otra nota:
“La vida que construiste está hecha de mentiras.”
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Charles fue a la policía. Mostró todo: cartas, fotos, notas, libros.
—¿Teme por su familia? —preguntó la inspectora.
—Sí —respondió. Por fin.
Días después, Helen volvió.
—He hablado con la policía —le dijo—. Ya no me importa si la amaste. Solo quiero saber si vas a seguir protegiéndola.
—No —dijo Charles—. Ya no.
Sara fue localizada en un hostal. Tenía fotos de Susan, cartas no enviadas, recortes de periódico. Fue ingresada. Esta vez, sin dramatismos. Sin resistencia.
Charles no fue a verla.
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Epílogo
Años después
Charles cruzaba el campus en silencio. El otoño le sentaba bien a Londres. Susan estudiaba ya en la universidad. Helen, ahora jefa de servicio en otro hospital, lo esperaba en casa.
Abrió su casillero. Dentro, un sobre sin remitente.
Solo una frase:
“Siempre supe dónde encontrarte.”
Charles lo guardó en el bolsillo.
Salió al jardín. Se quedó quieto un rato, mirando cómo las hojas caían.
Esta vez no tembló.
Gracias por leer.
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Nos seguimos leyendo.
Ufff... Vaya remueve de sentimientos de Charles, con esa Sara que da bastante miedo, pero que seguramente fue todo un mundo por explorar al principio
Wow, Pedro, qué relato, madre mía. Qué angustia y qué atmósfera se respira. Ese saberse siempre vigilado… tremendo. Felicidades, una vez más nos transportas y nos remueves, gracias por eso.