Escena I — El último lunes
Tokio amanecía con la puntualidad de siempre.
Hiroshi ya no.
Se ajustó el nudo de la corbata frente al espejo, como cada mañana, aunque hacía una semana que no pisaba la oficina. Su despacho en la planta catorce de la torre Sumitomo ya no le pertenecía, pero nadie lo sabía aún. Ni sus vecinos. Ni su mujer. Ni su hija.
—Hoy tampoco olvides las flores para tu madre —le dijo su esposa desde la cocina.
Él asintió sin responder. Las palabras se le habían ido evaporando por dentro desde el día del despido.
Cogió el maletín vacío, el abrigo gris, los zapatos recién lustrados. Salió del apartamento sin hacer ruido. En el ascensor, su reflejo le devolvió una imagen imprecisa. Parecía él, pero más leve, más hueco, como si ya no pesara lo suficiente como para dejar sombra.
Cuando llegó a la estación de Shinjuku, no tomó la línea habitual hacia Marunouchi. En su lugar, se dejó arrastrar por la corriente humana como una hoja suelta entre adoquines. Se bajó al azar en Ueno, donde no lo conocía nadie.
Entró en un konbini, compró una libreta barata y un bolígrafo negro. Escribió tres palabras en la primera página:
No busquéis más.
Después rompió la hoja y la dejó dentro de un contenedor de papel reciclado.
A partir de ese momento, dejó de llamarse Hiroshi.
Y comenzó a desaparecer.
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Escena II — Días sin nombre
Los primeros días vivió en los cafés de manga.
Pagaba por turnos de seis horas en cubículos que olían a fritura y sudor antiguo.
Se deslizaba entre los pasillos como una sombra con gafas.
No hablaba con nadie. No encendía el móvil. No llevaba documentos.
Dormía encogido, entre estanterías de cómics, frente a una pantalla donde fingía leer mientras el cursor del navegador parpadeaba sobre una página en blanco. El silencio lo protegía. Lo vaciaba. Le daba forma nueva.
Fuera, la ciudad seguía con su vida exacta. Las luces de los kombini, los pasos apresurados en Ikebukuro, los altavoces de las estaciones repitiendo con voz metálica los mismos anuncios cada tres minutos.
A veces caminaba sin rumbo por los túneles subterráneos. Observaba los zapatos de los otros.
Nunca levantaba la mirada.
Un día se cruzó con un grupo de ejecutivos de su antigua empresa.
Ellos iban charlando, con mochilas de portátil y botellas de té verde en la mano.
Hiroshi se giró hacia una máquina expendedora y esperó.
Nadie lo reconoció.
Esa noche, cenó arroz frío y una lata de caballa bajo el puente de Kanda.
Sintió una especie de alivio.
Como si, por fin, ya no esperaran nada de él.
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Escena III — El abrigo gris
El abrigo fue lo último que dejó atrás.
Llevaba días notando cómo le pesaba.
No por el frío —que en Tokio apenas mordía en noviembre— sino por lo que significaba.
Era su único resto de identidad: lana buena, color discreto, comprado el año que le dieron el ascenso.
Lo había llevado en reuniones con americanos, con directivos coreanos, incluso con el viceministro en aquella firma ceremonial.
Lo dobló con cuidado y lo dejó sobre un banco de madera junto al canal Meguro, una mañana nublada y sin gente.
Lo cubrió con una bolsa de plástico, como si aún pudiera protegerlo de la lluvia.
Nadie lo vio marcharse.
Nadie le preguntó si necesitaba ayuda.
Tokio es una ciudad hecha para caminar sin mirar al otro.
Ese día dejó también de afeitarse.
No por abandono.
Por necesidad de desaparecer del todo.
Así fue como, sin papeles, sin nombre y sin abrigo, Hiroshi se convirtió en un hombre sin pasado.
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Escena IV — La imagen borrosa
(Tres años después)
Hay cosas que uno deja de buscar para poder seguir viviendo.
Mi padre desapareció un lunes.
Dijo que iba al trabajo.
Tenía el maletín, el abrigo gris y esa forma tan suya de cerrar la puerta sin hacer ruido.
Nunca volvió.
La policía lo clasificó como “desaparición voluntaria”.
Yo tenía veintitrés años y acababa de entrar en la universidad.
Durante meses soñé que estaba en coma, en alguna cama de hospital sin nombre.
Después empecé a odiarlo.
Luego vino el silencio.
Me hice fotógrafa. No por arte, sino por necesidad de mirar.
Cámara en mano, aprendí a registrar lo que no se ve: lo que está al fondo de las miradas, en los márgenes de las aceras.
Hace una semana, un amigo me envió un enlace a un blog sobre indigencia urbana en Kansai.
Retratos en blanco y negro.
Sombras humanas en los callejones de Osaka.
En la imagen 17, hay un hombre sentado contra la pared de una lavandería.
Tiene la barba larga, la mirada hundida, los hombros caídos.
Pero las manos.
Las manos son las de mi padre.
Y en la muñeca izquierda —aunque borroso—
creo distinguir el viejo reloj Seiko que le regalé el día de su cumpleaños.
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Escena V — El tren hacia el sur
Me subí al Shinkansen a las 8:03.
Solo llevé una mochila con ropa, la cámara y el cuaderno de notas donde apuntaba las cosas que no sabía cómo decir.
Osaka quedaba a dos horas y media.
No es tanto tiempo para alguien que lleva tres años sin respuestas.
El tren cruzaba el país a toda velocidad, pero yo sentía que el tiempo iba al revés.
Volví a tener quince años, esperando a que mi padre volviera tarde de la oficina con sushi barato y olor a humo de tabaco en la camisa.
Saqué la foto de la pantalla del móvil.
La amplié todo lo que pude.
El rostro era borroso.
Pero las manos…
Había algo en la forma en que las dejaba caer sobre las rodillas, como si le pesaran demasiado.
Eso no se olvida.
Cuando llegué a Shin-Osaka, llovía.
No como en Tokio. Aquí la lluvia era más espesa, como si alguien estuviera llorando con rabia desde las nubes.
Me dirigí al distrito de Nishinari, la zona que los blogs decían que evitara.
Caminé despacio, con la cámara colgando, sin atreverme aún a usarla.
No sabía si lo que buscaba era un padre… o un fantasma.
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Escena VI — La mirada
Lo vi antes de que él me viera.
Estaba sentado en un bordillo, bajo el toldo roto de una tienda de neumáticos, sorbiendo lentamente una taza de sopa instantánea.
Llevaba una chaqueta de segunda mano, los zapatos desparejados.
La barba le cubría casi toda la cara.
Pero los ojos…
Eran los mismos.
No supe si avanzar o dar media vuelta.
Estuve parada frente a él tal vez un segundo, tal vez una vida entera.
Entonces levantó la vista.
Nuestros ojos se encontraron.
Y no dijo nada.
Tampoco yo.
Solo una leve contracción en la comisura de sus labios. No una sonrisa. Algo más hondo. Una grieta.
Como si reconociera el error. Como si pidiera perdón sin decirlo.
Como si ya no esperara redención, pero agradeciera el gesto de haber sido encontrado.
Yo asentí.
Él también.
Después bajó los ojos y volvió a sorber su sopa, como si no hubiera pasado nada.
Pero sus manos temblaban.
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Escena VII — La carta
Volví al día siguiente.
Él estaba allí, en el mismo lugar, como si no se hubiera movido desde la noche anterior.
No me acerqué.
Me quedé a cierta distancia y esperé a que se durmiera.
Luego crucé la calle en silencio, dejé un sobre doblado junto a su taza vacía y me fui.
Había escrito la carta la noche anterior en la pensión.
Me temblaban las manos.
No sabía si debía decir “papá”, “Hiroshi”, o simplemente “usted”.
Escribí esto:
No vine a pedirte explicaciones.
Vine a decirte que sigo aquí.
Que sigo siendo tu hija, aunque no sepamos cómo hablar.
Que no te juzgo.
Y que si algún día quieres volver, aunque sea solo con la mirada, sabré reconocerte.
No todos los que desaparecen están perdidos.
Algunos solo necesitan tiempo para volver a respirar.
Naoko.
Desde la otra acera lo vi despertar.
Tardó en notar el sobre.
Lo abrió con cuidado, como si tuviera miedo de romperlo.
Y cuando empezó a leer, sus hombros se encogieron.
La carta le temblaba en las manos.
Y entonces, por primera vez en tres años, lo vi llorar.
No con escándalo.
No con rabia.
Con la dignidad callada del que ya no puede más.
Yo eché a andar.
No corrí.
No miré atrás.
Solo caminé, con paso lento, mientras la ciudad seguía su curso.
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Epílogo — El aire que entra
Algunas ausencias no se llenan.
Pero se pueden habitar.
Como habitaciones sin muebles, pero con ventanas abiertas.
Y a veces, cuando el aire entra, también lo hace un poco de esperanza.
Me ha encantado el de hoy Pedro. Sabía de esa relación tan honda con el honor y la dignidad que hay en Japón, pero no conocía este fenómeno. Me quedo helada, ¿será ese espíritu reservado que les caracteriza lo que les lleva a aislarse en lugar de buscar apoyo?
Serían muchas las frases que podría destacar, pero este extracto es el que más me ha gustado (si hubiera de escoger uno):
"Me hice fotógrafa. No por arte, sino por necesidad de mirar.
Cámara en mano, aprendí a registrar lo que no se ve: lo que está al fondo de las miradas, en los márgenes de las aceras."
Muy bueno, Pedro. ¿Por qué hay algunas palabras en negrita?