Introducción
En la calle Santa Isabel de Madrid, entre el bullicio de la ciudad y los pasos anónimos de los transeúntes, dos pequeñas placas de latón emergen del suelo como susurros. Cuesta verlas si no sabes que están ahí. Pero si te detienes, si agachas la mirada, si prestas atención, algo se enciende. Un nombre. Una fecha. Una historia.
Son Stolpersteine, piedras de la memoria.
El artista alemán Gunter Demnig las ideó como un gesto de justicia poética: colocar frente a las antiguas casas de víctimas del nazismo un recordatorio eterno, una placa que no permitiera el olvido. En ellas, solo lo esencial: el nombre, el destino, la huella.
En el número 46 de Santa Isabel, la placa lleva el nombre de Fermín Luis García, nacido en 1916, exiliado en Francia, deportado a Mauthausen y liberado.
En el número 17, la de Juan García Ramírez, nacido en 1917, también exiliado, también deportado… pero asesinado en Gusen el 8 de noviembre de 1941.
Dos vidas paralelas.
Dos destinos distintos.
Un mismo suelo que los recuerda.
I. Santa Isabel, 2025
El sol del mediodía acaricia la acera con cierta piedad. La calle Santa Isabel bulle, como siempre, con turistas despistados, vecinos con prisa y repartidores que esquivan coches.
A la altura del número 46, una mujer se detiene. Lleva un abrigo azul oscuro y en la mano un pañuelo blanco, con el que limpia con cuidado la pequeña placa dorada. Lo hace con delicadeza, como quien acaricia algo frágil. Cuando termina, se queda un momento en silencio. Luego murmura:
—Gracias por volver, abuelo.
Más abajo, frente al número 17, un joven con mochila se agacha. Ha tropezado —literal y simbólicamente— con la piedra de Juan García Ramírez. Lee despacio. Hace una foto. Busca el nombre en el móvil. Lo encuentra. Hay un silencio en su cara. Luego se sienta en un banco cercano. Se queda allí, como si esperara algo.
No se conocen.
Pero sin saberlo, están mirando hacia la misma historia.
II. Francia, 1940
Fermín y Juan no se conocían en Madrid. Uno era aprendiz de mecánico; el otro dibujante técnico. Pero la guerra lo igualó todo. Ambos combatieron por la República. Ambos cruzaron los Pirineos en el 39, huyendo del terror. Y ambos fueron internados en campos franceses: Argelès, Saint-Cyprien, Bram.
Se conocieron una noche helada, en un barracón improvisado cerca de Estrasburgo. Fermín tenía una herida mal curada en el pie. Juan le dio un trozo de pan y le dijo:
—No te mueras aún. Esto no puede acabar así.
Hablaron poco. Compartieron más silencio que palabras. Pero en aquel breve cruce, algo se encendió: una alianza sin promesas. Una fe muda entre compañeros de exilio.
Una semana después, los separaron. Juan fue enviado al Stalag de Estrasburgo, y de allí a Mauthausen. Fermín siguió otro camino. Ambos cayeron, al final, en las mismas garras.
III. Mauthausen
Fermín recuerda el olor antes que nada. El humo, la piedra húmeda, la carne quemada. Lo recuerda todo con un detalle que preferiría haber perdido. El frío no solo era físico: era también moral, absoluto, sin grietas.
Un día escuchó el nombre de Juan entre los listados. Preguntó. Nadie supo responderle. Hasta que un prisionero de uniforme a rayas, español como él, le susurró:
—Está en Gusen.
Fermín no respondió. Gusen era el lugar del que no se volvía. Allí iban los enfermos, los que ya no servían, los que los nazis querían borrar rápido.
Cada noche, al cerrar los ojos, veía el rostro de Juan. Aquel gesto de darle pan. Aquel “esto no puede acabar así”.
Y en sus días más oscuros, Fermín siguió vivo no por sí mismo, sino porque alguien le había dicho que no podía morir todavía.
IV. Regresar
Fermín fue liberado en 1945. No volvió inmediatamente. Vagó por Europa durante un año, con la culpa pegada al alma como una capa de polvo. En París, se encontró con otros como él: los que sobrevivieron sin saber por qué.
Regresó a Madrid en 1946. No fue bien recibido. Calló durante décadas. Tuvo hijos. Luego nietos. Solo cuando nació su primera nieta, empezó a hablar. Poco. A trozos. Como quien intenta reconstruir un espejo roto.
Un día, le regaló a su nieta una pequeña caja con cartas. En una de ellas escribió:
“Yo volví. Él no.
Pero aún lo llevo conmigo cada vez que camino por esta ciudad.”
V. Santa Isabel, otra vez
La mujer del abrigo azul se aleja despacio. Pasa junto al joven del banco. Le sonríe. Él le devuelve la sonrisa sin saber por qué. Tal vez por el brillo que ambos vieron en el suelo.
Las piedras siguen ahí. Pequeñas. Silenciosas. Inmutables.
Pero han cumplido su misión.
Han detenido el tiempo.
Han abierto la memoria.
Y por un momento, en mitad del ruido, nos han hecho mirar hacia el pasado para no repetirlo.
Epílogo
En la calle Santa Isabel de Madrid, al caminar desde el número 46 al 17, no solo recorremos un tramo de acera.
Recorremos una historia de dignidad, exilio, resistencia y memoria.
Dos hombres caminaron juntos sin saberlo. Uno sobrevivió para contar. El otro murió para que nunca se olvidara.
Y hoy, gracias a estas pequeñas piedras doradas, no lo hemos hecho.
Gracias por leer.
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Nos seguimos leyendo.
Qué época tan difícil, dura, cruel, para tanta gente. Mi abuelo estuvo en Saint-Cyprien; mi abuela tuvo que escribir durante un año a los campos de concentración para saber dónde estaba, ella cruzó a Francia con mi mamá y mi tío chiquitos, trabajó en una granja francesa que los acogió. Vino a México y nunca volvió a ver a su familia, ninguno de los dos.
Muchos somos parte de esa historia.