Veneno en palacio
Capítulo I – La copa del primer ministro
El Palacio de Buckingham olía a cera, a caza y a nervios. En el gran comedor, iluminado por centenares de velas temblorosas y flanqueado por retratos de antepasados ceñudos, se respiraba una mezcla inconfundible de protocolo y recelo. El cumpleaños de la Reina Victoria era, como cada año, una excusa magnífica para reunir en torno a la mesa a todo aquel que tuviera algo que perder si dejaba de ser visto.
Sir Percival Elmswood, médico personal de Su Majestad desde hacía diecisiete años, ocupaba su lugar habitual: una discreta silla a tres puestos de la Reina, entre un obispo miope y una condesa de Yorkshire que coleccionaba insectos disecados. No estaba allí por el placer de la conversación —que siempre encontraba más viva en los libros de anatomía—, sino porque el protocolo exigía que una figura médica estuviera presente por si algún aristócrata moría… demasiado pronto.
Y, por una vez, el protocolo no se equivocaba.
Cuando el marqués de Salisbury levantó su copa de brandy para brindar por “el inquebrantable futuro del Imperio Británico”, hubo un instante de rigidez en el aire, como si incluso las paredes contuvieran el aliento. Era un brindis esperado, tradicional, con esa firmeza orgullosa de quien ha sobrevivido a tres crisis parlamentarias y una esposa particularmente exigente.
—¡Por Su Majestad! —dijo con voz grave, antes de llevarse la copa a los labios.
Bebió.
Y luego… vaciló.
Fue un segundo apenas perceptible. Un leve tambaleo, una sombra sobre su frente, un parpadeo desacompasado.
Sir Percival lo vio todo. Como siempre.
Veintitrés segundos después, el marqués cayó de bruces sobre el mantel de lino belga, derribando un centro de flores silvestres y provocando un alarido colectivo que rompió por fin la tensa compostura del salón.
—¡Dios mío, Robert! —gritó alguien—. ¡Llamen al médico!
Percival ya estaba de pie, servilleta cuidadosamente depositada en su silla, pasos medidos, mirada fija. Se acercó con calma profesional, inclinándose sobre el cuerpo inmóvil. El rostro del marqués tenía un tinte ceniciento, los labios ligeramente azulados.
—¿Infarto? —susurró un duque corpulento a su esposa, como si la muerte fuera un rumor que aún se podía desmentir.
Percival no respondió. Palpó la yugular. Nada. Retiró con discreción la copa aún tibia, la acercó a su nariz y frunció apenas las cejas.
El mayordomo principal, un hombre enjuto con expresión perpetuamente escandalizada, se acercó apresurado.
—¿Debo traer el elixir de emergencia, señor?
Percival lo miró con la mezcla de condescendencia y paciencia que reservaba para los pacientes que pretendían saber más que él.
—No será necesario. Ya es tarde para el elixir.
Se incorporó. Observó la copa, luego al marqués, y luego a la Reina, que seguía en silencio, sin moverse un milímetro. Solo sus ojos se habían estrechado ligeramente. Percival conocía bien ese gesto. Era la forma que tenía de decir: “Sigue”.
La cena fue suspendida, los músicos dejaron de tocar, y los invitados comenzaron a retirarse entre murmullos y abanicos. El cuerpo fue llevado discretamente a una sala lateral, y la copa quedó en manos de Percival.
De vuelta en sus aposentos del ala este, el médico se quitó los guantes con parsimonia y colocó la copa sobre su escritorio de roble. Se sirvió una taza de té. No brandy. Jamás brandy.
Tomó su cuaderno de notas —forrado en cuero marrón, con las esquinas algo gastadas— y escribió una sola frase:
“No ha sido un accidente. El veneno era para alguien más. Mañana buscaré al verdadero destinatario.”
Gracias por leer.
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Nos seguimos leyendo.
Genial,Pedro. A ver qué pasa ... Yo es que tendría catadores
Fantástico inicio, Pedro. Ya me quedo con ganas de saber más.