Veneno en palacio
Capítulo II - Sombras bajo la corona
El amanecer en Buckingham no era ruidoso. Se filtraba por las ventanas altas en forma de un resplandor pálido que apenas acariciaba las molduras doradas. Los pasillos, aunque recorridos por criados diligentes, conservaban el mismo silencio que la noche anterior, como si el palacio entero hubiese decidido no despertar hasta tener respuestas.
Sir Percival Elmswood ya estaba vestido a las siete en punto. Camisa almidonada, levita azul oscuro, y la misma mirada meticulosa con la que diagnosticaba afecciones en la corte. Desayunó en soledad: té Darjeeling, un huevo pasado por agua y dos tostadas sin mantequilla. Nunca comía en exceso antes de empezar una autopsia, aunque en este caso, no necesitaría bisturí.
A las siete y media exactas, bajó al comedor principal. El lugar del crimen —si era que podía llamarse así— estaba intacto. Los cubiertos seguían en su sitio, las flores del centro apenas marchitas. La copa del marqués había desaparecido, por orden suya. Lo que sí quedaba era un leve cerco en el mantel, una sombra de brandy y de algo más.
—¿Puedo ayudarle, sir? —preguntó un camarero joven, con voz temblorosa.
Percival lo observó con atención. Cabello rojizo, ojeras profundas, y ese tic nervioso en el párpado izquierdo que delataba falta de sueño… o exceso de miedo.
—¿Cuál es su nombre?
—Frederick, mi señor.
—¿Sirvió usted el brandy anoche?
—No, señor. Fue el señor Hawthorne, el mayordomo de bebidas.
—¿Y ha hablado con él esta mañana?
—No, señor. El señor Hawthorne no ha bajado a sus tareas. Dicen que se encuentra indispuesto.
Percival no respondió. Bajó la mirada al suelo. Una huella pequeña de barro interrumpía la perfección del mármol. No era reciente, pero tampoco era habitual. En Buckingham, nada fuera de lugar pasaba desapercibido. Ni siquiera el barro.
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La siguiente parada fue el despacho del marqués de Salisbury. Custodiado por un lacayo de mentón cuadrado y escasa imaginación, el lugar seguía tal como él lo había dejado el día anterior. En el escritorio, apiladas con meticulosidad inglesa, varias cartas sin abrir.
Salvo una.
El sobre era más fino. El lacre, negro. Y no tenía remitente.
Percival lo abrió con la punta de su bisturí de viaje —un instrumento que solía usar para cortar fruta, papeles o verdades—. La nota, escrita a mano con caligrafía minúscula y presurosa, decía:
“Esta vez no te salvarán tus títulos ni tu linaje. El equilibrio debe restaurarse. No eres más que un peón.”
No había firma. Ni fecha. Solo esa amenaza envuelta en anonimato y tinta.
Percival la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.
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Al caer la tarde, después de una reunión silenciosa con el secretario privado de la Reina —que negó saber de la existencia de la nota, pero cuyo pulso tembló al verla—, Percival se dirigió a los aposentos de Hawthorne. El mayordomo de bebidas, un hombre de modales perfectos y reputación intacta, no había salido en todo el día.
Tocó tres veces.
Silencio.
Al cuarto golpe, la puerta se entreabrió. Una doncella, de cabello oscuro y mirada huidiza, apareció tras el umbral.
—¿El señor Hawthorne?
—No está, señor —dijo ella, bajando la voz.
—¿Dónde ha ido?
—Nadie lo sabe. Salió al alba. Solo dejó esto.
Le tendió una bandeja. Sobre ella, una carta dirigida al médico de la Reina.
Percival la tomó, la abrió sin ceremonia. Decía:
“No puedo cargar con esto. No fui yo quien vertió el veneno, pero sé que se cambió el orden del servicio. Alguien alteró la disposición de las copas en la cocina. No sé quién. Yo solo seguí órdenes. Me voy porque ya no confío en nadie, ni siquiera en mí mismo.”
—Hawthorne
Percival se quedó en silencio, leyendo la carta por segunda vez.
El veneno estaba dirigido a otra persona.
Alguien cambió el orden de las copas.
Y alguien más sabía exactamente lo que hacía.
De regreso a sus habitaciones, abrió su cuaderno.
Escribió:
“La copa no era para el marqués. ¿Quién debía ocupar su lugar?”
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